jueves, 15 de septiembre de 2016

POR QUÉ DAMNATIO MEMORIAE (I)

Epígrafe de la damnatio decretada sobre el emperador Heliogábalo.
QUÉ ES LA DAMNATIO MEMORIAE.

En la antigua Roma tras la muerte de un personaje relevante en ocasiones el Senado decidía emitir un senatusconsultum (una especie de decreto) que recogía un juicio póstumo sobre el fallecido. La sentencia más positiva que podía dictar era la llamada apotheosis, o divinización oficial del difunto, y que conocemos bien por los casos de César, Augusto, Claudio o Adriano, entre otros. En este caso el personaje pasaba a ser reconocido como un dios, se celebraban lujosos funerales en su honor, se le erigían templos y dedicaban festividades, se le ofrecían pingües sacrificios, incluso se les reconocía como un astro del firmamento (catasterismo). Pero, sin embargo, la sentencia emitida por los senadores también podía ser negativa. Probablemente el juicio más nefasto que un romano pudiese recibir en muerte -o en vida- era la llamada damnatio memoriae [1]. Así, esta expresión, que podemos traducir como «condena de la memoria», o más certeramente «destrucción del recuerdo», es una voz latina que definiría una práctica legislativa llevada a cabo por las máximas autoridades políticas romanas. Se trataba de una sentencia judicial post-mortem con rango de ley dirigida contra todo aquel personaje que, tras su fallecimiento (de ahí que también se la conozca como damnatio funebris, o «condena fúnebre»), pasaba a ser considerado retroactivamente por los (nuevos) detentadores del poder como un enemigo del Estado.

Cuando el Senado Romano decretaba la damnatio se procedía a arrancar los epígrafes que recordaban la labor edilicia y legislativa así como los éxitos militares del muerto condenado, se borraban sus inscripciones, se decapitaban o destruían las estatuas que de éste existían por los foros de las ciudades de todo el imperio, se rasgaba su rostro de las pinturas que lo contuvieran, se retiraban de circulación las monedas que hubiese acuñado con su nombre y efigie, y, llegado el caso, se suprimían de los anales (registros oficiales) sus acciones políticas, incluso, hasta su propio nombre (abolitio nominis). Esto solía ir acompañado de la confiscación de los bienes del difunto «damnificado», el destierro de su familia y la persecución y exterminio físico o moral de sus colegas y partidarios más fieles. Así, se pretendía borrar de la memoria oficial y de la memoria colectiva [2] el recuerdo de un determinado personaje, sus obras, sus logros y hasta su propia existencia. Acabando con estos vestigios las autoridades -Senado, cónsules o emperadores- como fin último lo que realmente buscaban era legitimar y afianzar su propio poder.

No obstante, es necesario hacer una serie de aclaraciones respecto al término en sí y a las fuentes históricas de las que podemos extraer información al respecto:

- La expresión damnatio memoriae no aparece recogida en ningún corpus legislativo romano.

- Se trata de una expresión convencional acuñada siglos más tarde para definir una disposición jurídica romana de tipo extraordinario, semejante a algunos de nuestros Reales Decretos.

- La historiografía moderna intuye que la damnatio era practicada desde antes del cambio de Era; las fuentes hacen alusión a la demolición de estatuas, a la expropiación de bienes o al borrado de nombres de lugares públicos, pero sin citar claramente que se tratara de una sentencia de ningún tipo.

- La figura jurídica de la damnatio memoriae como una resolución senatorial no apareció hasta finales del siglo I (con la damnatio sobre Domiciano que conocemos por Suetonio), y en las fuentes jurídicas no lo hizo hasta época tardía [3], y aún entonces no con esa expresión exacta. Es decir, ya se hablaba de que determinados personajes recibieron dicho castigo póstumo, pero no aparece citado como damnatio memoriae de forma explícita.

- En realidad, la expresión se debe al jurista alemán del siglo XVII Christophori Schreiteri, y su obra Damnatione Memoriae (1689).

Portada del Damnatione Memoriae de Schreiteri.
Esto explica que sea tan complicado rastrear en las fuentes escritas este fenómeno para época republicana y altoimperial. Los historiadores tenemos dificultades para averiguar cuándo un personaje sufrió realmente una damnatio ya que las fuentes literarias no suelen ser muy explícitas y no siempre lo reconocen de forma franca, y las fuentes arqueológicas son escasas y con frecuencia están descontextualizadas; así, lo más común es que nos veamos obligados a sospechar de la existencia de una damnatio a través del análisis de restos epigráficos (porque las letras de la losa aparecen piqueteadas), de restos numismáticos (porque las monedas han sido reacuñadas o contramarcadas) y restos estatuarios (porque los rostros de las esculturas están desfigurados), con huellas todos ellos de haber sido políticamente alterados [4].

Por eso, a veces, cuando no estamos seguros de que esta condena haya tenido un carácter oficial, los historiadores recurrimos a la expresión facta damnatio memoriae o «condena de la memoria de hecho» –aunque no de derecho-. Lo que sí intuimos al analizar las fuentes es la existencia de diferentes grados de damnationes; las más gravantes y comunes, y por ello las mejor conocidas, serían las decretadas por el Senado de Roma y que estaban destinadas exclusivamente a las altas personalidades del Estado. Pero parece que también existieron otras damnationes minores establecidas por senados locales, de alcance mucho más limitado y cuyas razones no siempre tenían que responder a motivaciones políticas.

LA DAMNATIO MEMORIAE ANTES DE ROMA.

Finalmente, aunque la locución sea latina, la práctica de la damnatio no es exclusiva ni originaria de Roma, sino que tenemos indicios fundados de que ésta ya era práctica bastante asidua entre los asirios, hititas, babilonios, persas, e incluso entre los hapiru (Éxodo 17,15), siglos antes de la propia fundación de la ciudad eterna [5].

Sarcófago de Akhenatón con el rostro desfigurado.
Mucho mejor conocidas que las próximo-orientales son varias damnationes decretadas en Egipto, donde tuvieron un significado muy especial, ya que para los nilóticos aquello que no tenía nombre no podía existir y, por lo tanto, borrar el nombre de un personaje del recuerdo suponía no sólo negarle su existencia, sino, lo que era más importante para ellos: representaba impedirle disfrutar de una vida en el más allá. Entre las más famosas y estudiadas damnationes egipcias varias de ellas pertenecen a la Dinastía XVIII. Así, conocemos el intento del faraón Thutmose III de condenar al olvido a su predecesora y tía-madrastra, la reina Hastshepsut (ca. 1490-1468 a.C.) y a su fiel colaborador Senenmut, ordenando que se borrasen sus nombres de los registros oficiales. Intentaba así frenar las aspiraciones de la familia de la reina al ast (trono egipcio), legitimando al tiempo su propia llegada al poder. El otro famoso caso es el de Akhenatón (ca. 1352-1335 a.C.), el «faraón hereje» que intentó imponer una especie de monoteísmo (Atonismo) en Egipto, lo que le llevó a enfrentarse al todopoderoso sacerdocio nilótico, destruyendo templos, tumbas y archivos, y arrasando las estatuas de algunas deidades del panteón politeísta, muy especialmente las del dios Amón. Sin embargo, a su muerte los sacerdotes egipcios se valieron de la debilidad de sus jóvenes sucesores (Semenejkara y Tutankhamón), para tomarse justa venganza, sometiendo la memoria del propio Akhenatón a una férrea damnatio [6].

Al tener sus más remotos ejemplos en Oriente y Egipto, consecuentemente, podríamos inferir que Roma heredó la práctica de la damnatio a través de la Grecia helenística, cuando incorporó sus reinos al Imperio, pues sabemos que en los reinos post-alejandrinos la propaganda política había alcanzado un amplio desarrollo y como parte de ella la damnatio era una práctica recurrente. Allí conocemos varios casos de condenados; uno de ellos precisamente fue el del rey que rindió media Grecia a los romanos, Filipo V de Macedonia (238-179 a.C.), el cual fue sentenciado por las autoridades atenienses tras la Batalla de Atenas (199 a.C.), en la cual la mitad de la población de la capital ática había sido exterminada. Otro ejemplo es el de Mitrídates VI del Ponto (132-63 a.C.), rey oriental helenizado y uno de los mayores enemigos de Roma, que había atacado las ciudades griegas de Jonia y el Egeo, y que fue condenado por los gobernantes delios en nombre de todos los Estados insulares helénicos. El último caso fue el de Antíoco VIII de Siria (140-96 a.C.), procesado por sus sucesores como un libertino y un disoluto [7].

LAS DAMNATIONES ROMANAS.

Pero volvamos a Roma. Allí la excusa para dictar tal sentencia a menudo era que el difunto había ejercido el poder de forma despótica, había sido un degenerado, un decadente, un usurpador, o que había llevado a cabo un acto de impiedad atentando contra el mos maiorum, ese conjunto de tradiciones ancestrales no escritas que debían regir el comportamiento de todo buen romano y que para el ciudadano medio eran lo único que estaba por encima de la propia ley e incluso de la voluntad del mismísimo emperador.

Pero las verdaderas razones que llevaban al poder a idear estos actos de tal prepotencia solían ser casi siempre de ambición política. En la mayoría de los casos los personajes «damnificados» se habían enfrentado abiertamente con el Senado, y éste, tras su muerte, por iniciativa propia o instigado por un nuevo princeps, decretaba la damnatio; durante el imperio es frecuente que el difunto cuyo recuerdo se pretendía prohibir hubiera sido asesinado precisamente por los seguidores del nuevo césar. Otras veces intuimos razones secundarias como los motivos religiosos, las rivalidades familiares, o incluso los desaires sentimentales.

El Senado de Roma. Fotograma de Roma, serie de TV de HBO.
Algunos autores creen que una variante de la damnatio ya fue practicada en el periodo tardo-republicano y, aunque generalmente se realizaba en vida del condenado, le suponía su muerte civil real. Ésta se reducía a dos penas: la mencionada abolitio nominis, que en este caso prohibía que el nombre del condenado pasara a sus hijos y herederos, y la rescissio actorum, que suponía la completa destrucción de su obra. Pero de esta época la única condena segura que conocemos es el caso de Marco Antonio, cuyas estatuas, según Plutarco, fueron derribadas a su muerte por orden de César (entiéndase César Augusto):

«De Antonio dicen unos que vivió cincuenta y seis años, y otros que cincuenta y tres. Sus estatuas fueron derribadas: pero las de Cleopatra se conservaron en su lugar, por haber dado Arquibio, su amigo, mil talentos a César, a fin de que no tuvieran igual suerte que las de Antonio [8]».

Por otro lado, el consenso es pleno en aceptar que el uso de la damnatio sensu estricto no se generalizó hasta la muerte de Julio César (44 a.C.), y la acaparación del poder por Octavio, cuya condena de la memoria de Antonio fue posiblemente tomada como referencia por sus sucesores. Como fuere, durante época imperial se convirtió en un instrumento de poder al que se recurría con cierta frecuencia. La mayor parte de las damnationes que se han identificado en la historia de Roma se tratan de condenas de emperadores (no menos de 30 [9]), cuya mala reputación en muchos casos la historiografía moderna se ha encargado de perpetuar, aunque muchos de ellos ya fueran redimidos durante la Antigüedad. Los casos más célebres y mejor conocidos son los de Nerón, Domiciano, Cómodo, Heliogábalo, o Constantino.

Nerón (37-68 d.C.) fue declarado «enemigo del Estado» por el Senado aún antes de su muerte, y aunque no sabemos si recibio una damnatio como castigo, sí conocemos hoy la alteración de varios de sus retratos, aún conservados [10], y sobre los que se re-esculpió el rostro de Vespasiano. Suetonio nos da la pista:

«… (Nerón) arrebató a Faonte unas tablillas que le había entregado un mensajero y leyó en ellas que el Senado le había declarado enemigo público y lo buscaba para castigarlo según la costumbre de los antepasados… [11]».

Domiciano (51-96 d.C.) es quizá el caso mejor atestiguado por la literatura antigua [12]. De su condena hablan Plinio el Joven [13], quien lo presenta como la antítesis de su loado Trajano; el apologista cristiano Lucio Celio Lactancio [14], quien relaciona el destino del emperador con la persecución que éste decretó sobre los cristianos; pero sobre todo, una vez más, Suetonio:

«El pueblo acogió su asesinato con indiferencia; los soldados, con gran pesar, e intentaron inmediatamente divinizarlo… Por el contrario, los senadores se alegraron de tal modo que, abarrotando a porfía la Curia, no se abstuvieron de ultrajar al muerto con las más mordaces y crueles imprecaciones, incluso ordenaron que se llevaran escaleras y que se quitaran sus escudos y retratos de la vista de todos y se estrellaran allí mismo contra el suelo, y decretaron, por fin, que se arrancaran por todas partes sus inscripciones y se borrara por completo su memoria [15]».

La Historia Augusta y Dion Casio nos cuentan de Cómodo (161-192 d.C.) que, tan sólo un día después de ser ahogado en el baño por uno de sus libertos, y en la misma sesión que Pertinax era declarado emperador, el Senado decretó su damnatio memoriae, lo que le convertía en enemigo público, ordenando el derribo de sus estatuas y la eliminación de su nombre de los registros públicos. No obstante, años después, tras ganar la guerra civil que siguió a la muerte de Cómodo, Septimio Severo ordenaría la restauración de su memoria.

«Que la memoria del asesino y el gladiador fuera eliminada. Que las estatuas del gladiador y del asesino fueran derribadas. Y que el recuerdo del lujurioso gladiador se borrara por completo. Que el gladiador fuera arrojado al osario. Escucha, oh César: que el asesino sea arrastrado con un gancho según las costumbres de nuestros padres, que el asesino del Senado sea arrastrado con el gancho. Más feroz de Domiciano, más vil que Nerón […] [16] [17]».

«De esta manera, Pertinax fue declarado Emperador y Cómodo enemigo público, después de que tanto el Senado como el pueblo hubieran lanzado multitud de execraciones contra él.  Querían que se arrastrara fuera su cuerpo […] tal y como se había hecho con sus estatuas, pero cuando Pertinax les informó que el cadáver ya había sido enterrado, perdonaron sus restos, destinando su rabia contra él de otras maneras, llamándolo todo tipo de nombres. Pero nadie lo llamó más Cómodo ni Emperador, sino que se referían a él como el maldito desgraciado y el tirano, y de forma jocosa como el gladiador, el cochero, el zurdo, la hernia [18]».

Relieve de Geta eliminado del Arco de los Argentarios.
El caso del fanático y excéntrico Heliogábalo (203-222 d.C.) también nos es transmitido por Dion Casio y por la Historia Augusta:  

«Así que intentó huir, y podría haber llegado a algún lugar escondido en un arcón, pero fue descubierto y le dieron muerte, a los dieciocho años de edad. Su madre, que lo abrazó estrechamente, pereció con él; cortaron sus cabezas y sus cuerpos, después de haberlos desnudado, primero los arrastraron por toda la ciudad, y luego el cuerpo de la madre fue dejado en algún lugar, mientras que el de él fue arrojado al río [19]».

«Tras el asesinato de Heliogábalo Varo -porque así se prefiere llamarlo, en vez de Antonino, pues él fue una plaga que no demostró ninguno de los rasgos de los Antoninos-, su nombre de Antonino, además, fue borrado de los registros públicos por orden del Senado […]» [20].

Otros casos son los de Geta, Majencio, o Constantino, quien fue condenado temporalmente por Juliano el Apóstata porque «bajo su reinado fueron destruidos los templos de los abuelos […] profanando las cosas divinas y humanas»; es decir por haberse convertido al cristianismo, abandonando a los dioses antiguos [21].

Pero las damnationes no afectaban sólo a los emperadores. Conocemos el caso del ex cónsul y gobernador Cneo Calpurnio Pisón en 20 d.C., quien se suicidó tras ser responsabilizado de la muerte de Germánico, sobrino favorito del emperador Tiberio. Tras esto el Senado dictó un senadoconsulto que proponía borrar su nombre de los documentos oficiales, confiscar sus bienes, privar a sus hijos de su nombre, y a la vez prohibía mantener luto por su muerte. Dice Tácito:

«Cuando se pidió al cónsul Aurelio Cotta que hiciera su propuesta en primer lugar (…), propuso que el nombre de Pisón fuera borrado de los fastos, que una parte de su bienes fuera confiscada, que la otra se le concediese a su hijo Cneo Pisón  y que éste cambiase de praenomen […] [22]».

Parecido fue el caso del plenipotenciario prefecto del pretorio Lucio Elio Sejano, que en 31 d.C. tras servir a la familia imperial durante treinta años, conspiró contra el emperador Tiberio para hacerse con la púrpura, mientras éste se hallaba en su retiro de la isla de Capri. Fue por ello condenado y las monedas que habían llegado a acuñar fueron retiradas de la circulación o sus leyendas fueron borradas [23].

Popea –la maquiavélica mujer de Nerón-, Mesalina –la licenciosa tercera esposa de Claudio-, Fausta –esposa de Constantino-, o el poeta Cayo Cornelio Galo, fueron otros de los afamados personajes que sufrieron el linchamiento póstumo de la damnatio memoriae.

EL SENTIDO DE LA DAMNATIO.

Pero si el objetivo de la «condena de la memoria» era borrar todo recuerdo público de un determinado personaje, entonces ¿por qué hoy conocemos tantos nombres de condenados y buena parte de sus respectivas biografías?  La explicación más común que se suele dar es que estas sentencias no solían ser muy efectivas, ya que eran poco prácticas y muy costosas para la hacienda romana; el Estado romano no tenía la capacidad de hacer cumplir tan extremas disposiciones iconoclastas.

Sin embargo, en mi opinión hay otra explicación más plausible que aclara por qué tal cantidad de condenadaos han sobrevivido hasta nuestros días. La razón es más compleja, y se entiende perfectamente si admitimos que la damnatio era más un sentencia de carácter moral que de carácter material.

Nobles romanos. Fotograma de Spartacus, serie de TV de Starz.
Para comprender el verdadero sentido de la damnatio hay que entender que la vida del hombre romano -más aún la del aristócrata- giraba en torno al cumplimiento de las llamadas «virtudes romanas», entre las que dos destacaban sobre el resto: una, la idea de virtus, que respondería a un comportamiento correcto y valeroso, acorde al mos maiorum (las costumbres ancestrales); y otra, la idea de dignitas, que respondería al sentido de autoestima y de mantenimiento del honor público y de una sana reputación social. Por otro lado, en el universo mental romano la idea de pasar a la posteridad era casi una obsesión, hasta el punto de que los patres familias de los grandes linajes de la elite romana dedicaban su vida y su fortuna a emprender acciones y obras por las que pudieran ser recordados más allá de la muerte, frecuentemente a través del evergetismo (donaciones), de la carrera política (cursus honorum) y/o de la carrera militar (militia).

Por todo ello no se puede imaginar una condena más humillante para un noble romano que la de recibir el castigo póstumo de la damnatio memoriae, pues suponía su deshonra pública (pérdida de la dignitas), el reconocimiento de su impiedad (pérdida de la virtus), y la negativa a ser reconocido y recordado por las generaciones futuras (pérdida de la aeternitas).

En definitiva, pese a todo lo que se ha insistido en ello, podemos afirmar que la damnatio no era tanto un intento de borrar por completo del recuerdo oficial la existencia de un determinado personaje y su obra, sino de conseguir que el recuerdo que perviviera de él en la memoria colectiva fuese profundamente negativo. Conocemos demasiadas condenas -y algunas son tan descaradas- que es inevitable pensar si, en realidad, lo que se pretendía con la damnatio era dejar claro a la posteridad que tal personaje había sido tan nefasto en vida que había sido sentenciado en muerte, tan nefasto como para recibir la peor de las sentencias posibles.

Pero, pese a lo que pudiera creerse, la práctica política de la «destrucción del recuerdo» y los proyectos para crear una «historia oficial» que recoja lo que interesa y elimine lo que molesta a los poderosos, no conocen límites espaciales, ni temporales; culturales, ni ideológicos; no es un fenómeno excepcional del mundo antiguo, ni del mundo europeo; no es un hecho sólo del pasado, ni exclusivo de regímenes dictatoriales. Por el contrario, sabemos de damnationes medievales y modernas, laicas y religiosas, europeas, asiáticas y americanas, llevadas a cabo por dictaduras comunistas y también alumbradas por democracias liberales. El paso del tiempo y la «democratización» del mundo no han supuesto la desaparición de una medida tan despótica como la damnatio, sino que, como consecuencia de la evolución tecnológico-cultural, y según las sociedades y las relaciones humanas han ido haciéndose más complejas, su práctica más bien se ha ido sofisticando, constituyendo hoy uno de los recursos esenciales en la legitimación del poder.

[...]


NOTA IMPORTANTE: este artículo fue publicado originalmente en esta misma web en septiembre de 2012. Ahora he añadido un par de datos, corregido algunos errores de sintaxis y de estilo, modificado las imágenes viejas y añadido otras nuevas, con sus respectivos pies de foto y la fuente de donde proceden.


[1] «Damnatio Memoriae: nombre con que se conoce una decisión tomada por el poder político o religioso de la Antigüedad, y por la que se condenaba al olvido oficial y a la execración a algún personaje, a su nombre, sus efigies, etc., debiendo ser desfigurados o destruidos todos aquellos objetos que los reprodujesen y su nombre borrado»  según FERNÁNDEZ URIEL y VÁZQUEZ HOYS: Diccionario del Mundo Antiguo. Próximo Oriente, Egipto, Grecia y Roma. Pág. 175.
[2] «Memoria colectiva» y «memoria histórica» son controvertidas expresiones con la que no estoy de acuerdo pero que aquí usaré por una cuestión de practicidad. A lo largo del artículo reflexionaré brevemente sobre ello.
[3] CASTRO SAENZ, A.: «Damnatio memoriae: el modelo de Domiciano un recorrido histórico-jurídico entre Tiberio y Trajano» en e-Legal History Review 14 (2012).
[4] VARNER, Eric R.: Mutilation and transformation. Damnatio Memoriae and Roman Imperial portraiture. Monumenta graeca et romana X (2004).
[5] GONZÁLEZ SALAZAR, Juan Manuel: «Rivalidad de potencias hegemónicas: antagonismo creciente entre los reino hitita y asirio (primera mitad del siglo XIII a.C.» en Boletín de la Asociación Española de Orientalistas XL (2004).
[6] ARROYO DE LA FUENTE, Mª Amparo: «Aspectos iconográficos de la magia en el Antiguo Egipto: imagen y palabra» en Akros 8 (2009).
[7] BURKU ERCIYAS: «Wealth, Aristocracy And Royal Propaganda Under the Hellenistic Kingdom of the Mithradatids in the central Black Sea region of Turkey», en Colloquia Pontica 12 (2005).
[8] PLUTARCO: Vidas paralelas, Antonio LXXXVI.
[9] http://www.livius.org/da-dd/damnatio/damnatio_memoriae.html
[10] POLLINI, John: «Damnatio Memoriae in Stone. Two portraits of Nero Recut to Vespasian in American Museum» en American Journal of Archaeology 88 (4). 1984, págs. 547-555; y BORN, Hermann y STEMMER, Klaus: Damnatio Memoriae: das berliner Nero-Porträt. 1996.
[11] SUETONIO: Vida de los Césares. Nerón XLIX, 2.
[12] ADAMS, Geoff W.: «Suetonius and his treatment of the Emperor Domitian’s favourable accomplishments» en Studia Minoritaria Tartuensia 6.A.3 (2005).
[13] PLINIO el Joven: Epistolario (I-IX). Panegírico de Trajano 52, 3-5. Cátedra, 2007.
[14] LACTANCIO: Sobre las muertes de los perseguidores. Gredos, 1982.
[15] SUETONIO: Vida de los césares. Domiciano 23. Cátedra, 2000. Pág. 711.
[16] AJA SÁNCHEZ, José Ramón: «Imprecaciones senatoriales contra Commodo en la Historia Augusta» en Polis 5 (1993).
[17] Historia Augusta. Vida de Cómodo 19, 1 (aunque la traducción es mía, hay edición en Akal).
[18] Dión CASIO: Historia Romana LXXIV 1-2 (traducción mía).
[19] Dión CASIO: Historia Romana LXXX (traducción wikipedia)
[20] Historia Augusta. Vida de Alejandro Severo 1. Akal.
[21] JULIANO: Discursos. Gredos, 1979-81.
[22] Cornelio TÁCITO: Anales III, 17-18. Alianza, 1993.
[23] Dión CASIO: Historia Romana LVIII, 10-13. Gredos, 2011.

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