Libros ardiendo, ¿cosa del pasado? |
Pero eso no es todo. Más allá de las intromisiones «prototiránicas», la Historia también ha de enfrentarse tanto a aquellos que la desdeñan -al igual que al resto de las Humanidades- por su limitada practicidad económica, como a aquellos que le niegan su funcionalidad socio-cultural y, en aras de una paz universal y de una «adecuación del sistema educativo al mercado laboral», abogan -unos de forma explícita, otros de manera más sutil- por promover entre los pueblos la pérdida voluntaria de la conciencia de su pasado común, y por la eliminación de las historias nacionales de los planes de estudio.
Aunque se ha generalizado el uso de las expresiones «memoria
colectiva» y su gemela «memoria
histórica», en realidad sendas fórmulas son incorrectas, tanto desde el
punto de vista gramatical, como desde el punto de vista científico;
ambas forman parte de una especie de «neolengua» (palabras nuevas para
generar una nueva realidad) tan
artificial como incoherente, que pretende imponer como absolutos e
inamovibles conceptos y relatos que de por sí son plurales y dinámicos.
Sobre ellas se ha polemizado algo en España en
los últimos años a raíz de la aprobación de la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, popularmente conocida como Ley de
Memoria Histórica [1] (en adelante LMH).
Esta norma constituye un ejemplo cuasi perfecto de lo que es una sofisticada damnatio memoriae posmoderna, pues, yendo mucho más allá de la razonabilisima y justa búsqueda y exhumación de fosas comunes pertenecientes a la Guerra Civil Española (1936-1939), tras la excusa de hacer «justicia histórica» (sic) con las víctimas de nuestro pasado reciente, a través de ella ciertos colectivos ideológicamente muy sesgados, amparados por una parte del poder político, judicial y mediático (y la pasividad del resto), buscan establecerse como hacedores monopolísticos de cierto pasado colectivo, desvirtuando, olvidando o dificultando que se conozcan todos aquellos hechos que les son molestos por ser contraproducentes para sus objetivos políticos, y condenando mediática, intelectual o judicialmente (tanto da) a quienes de él discrepen [2].
Hoy el debate sobre «memorias colectivas e históricas», que en otros países ya se ha añejado, en España es víctima -una más- del rodillo del «pensamiento único». A este respecto me siento cercano a esa minoría que niega la posibilidad de la existencia de una «memoria histórica» (no confundir con un «conocimiento histórico») sobre un hecho cualesquiera, partiendo de la evidencia prístina de que «memoria» e «historia» son conceptos antitéticos. Así, si la memoria es el conjunto de recuerdos personales de un individuo, la historia es el conocimiento (conjunto de relatos) que los historiadores generan sobre los hechos del pasado humano a partir de la información conservada en las fuentes.
A continuación lo razono con más detalle.
LA MEMORIA.
La psicología cognitiva (aquella que se encarga del conocimiento) define la memoria como «la capacidad de conservar y evocar mentalmente hechos pasados, reconociéndolos como pertenecientes a nuestra experiencia anterior y localizándolos en el tiempo». Es decir, la memoria es una facultad pasiva del cerebro humano, un proceso mental exclusivamente individual y, por lo tanto, limitado,
selectivo y parcial, algo cambiante y que -salvo que se ponga por escrito- muere con el individuo. En ningún caso debe confundirse la memoria con el «aprendizaje
memorístico», que es una capacidad activa de nuestro cerebro
frecuentemente dirigida.
Que la memoria sea una capacidad individual e intrasferible implica que la llamada «memoria histórica» no puede ser jamás una forma de memoria común a toda la población, puesto que no existen las mentes colectivas y porque, pese a quien pese, la mente es una etérea realidad que, a diferencia de todo lo material, no puede ser colectivizada. ¿O acaso algunos pretenden lo contrario?
Mientras no se desarrolle una versión mejorada del proyecto MK Ultra, una de las más eficaces formas de «colectivización mental» que han ideado los Estados modernos se basa en el condicionamiento emocional indirecto y negativo de la población (autocensura); es decir, no por medio de la imposición directa de una determinada idea (pues puede producirse un «efecto rebote»), sino a través de la denigración de la idea contraria. Para ello se recurre a la coacción, que puede ser penal y/o emocional. Coacción penal, cuando la manifestación de una idea, tesis, pensamiento o creencia puede desatar acciones jurídicas y, en última instancia, acarrear al individuo una sanción civil o penal; y coacción emocional, cuando la manifestación de esta idea, tesis, pensamiento o creencia trae consigo el desprecio o rechazo irracional de una parte de la sociedad. Ante esta situación el individuo tiende a evitar tener o manifestar públicamente esas ideas, tesis, pensamientos o creencias; en definitiva, se autocensura, por muy convencido que esté de ellas, para ahorrarse así disputas legales y/o sociales.
Como bien indica la psicología cognitiva, la «memoria histórica» de un individuo no puede ir jamás más allá de su experiencia vital; es decir, del periodo de la historia que le ha tocado vivir. Los recuerdos que conforman esta «memoria histórica personal» son completamente subjetivos, lo que no quiere decir que sean falsos en sí, pero tampoco que sean plenamente verdaderos. Dos o más individuos pueden coincidir en su «memoria» sobre un determinado acontecimiento histórico o periodo de tiempo vivido, pero igualmente pueden diferir de la «memoria» que sobre el mismo tengan terceras personas. ¡¡Cómo es posible que en un «sistema democrático» se pretenda homogeneizar el recuerdo, la «memoria» de toda la población!!
Ahora bien, que no sea acertado hablar de «memorias históricas colectivas» no impide que los pueblos sí tengan (y deban tener para seguir siéndolo) algo parecido a una «conciencia común», a un «conocimiento colectivo» o una «imagen popular» sobre su propia historia más o menos pretérita. A lo largo de la historia esta «conciencia colectiva» era generada por transmisión cultural de forma bastante natural y aséptica (y superficial), siendo el tiempo el encargado de erosionar las divergencias, lógicas sobre todo en lo relativo a discordias civiles, de las que nuestra historia es fecunda. Desde el siglo XIX, en cambio, con la implantación de una educación básica obligatoria, este proceso natural se vio reforzado por la creación por parte del Estado de leyes educativas y planes de estudio que regulaban el aprendizaje, lo cual ayudaba a reafirmar o encauzar ese «conocimiento histórico común». Pero, sin embargo, hay que tener en cuenta que si una buena ley y unos buenos gobernantes pueden ayudar a afianzar los lazos históricos entre las gentes de un país, una mala ley o un mal uso de ella también puede hacer trizas este conocimiento, y con ello zapar la propia «conciencia nacional» de un pueblo.
LA HISTORIA.
La percepción que un individuo tenga sobre los acontecimientos históricos sucedidos antes de su propia existencia no forma parte de su «memoria», puesto que no los ha vivido, sino de su conocimiento, el cual es adquirido a través del aprendizaje. El «conocimiento histórico» es transmitido por diferentes cauces: por un lado, la citada transmisión educativa, tanto la recibida en la escuela de forma reglada, como la de tipo autodidáctico; por otro lado, la transmisión familiar, social y mediática. En un mundo como el actual, saturado de información y de medios de comunicación, esta última es sin duda la más importante de todas (por omnipresente y accesible), pero, a su vez, también es la menos fiable (por poco rigurosa y superflua). Cuestión aparte es que ese conocimiento aprendido sea verdadero o falso, de forma parcial o completa.
El término «historia» tiene diferentes acepciones [3]. Las que aquí más nos importan son tres:
- La Historia como ciencia encargada de investigar sobre los acontecimientos de la vida del ser humano, así como a las sociedades creadas por éste a lo largo del tiempo (equivaldría a la acepción 2 del Diccionario de la RAE).
- La historia como sucesión de acontecimientos acaecidos a lo largo de un periodo de tiempo y que pueden atañer a toda la humanidad o a una parte de ella (acepciones 4 y 5 del Diccionario de la RAE).
- La historia como el conjunto de relatos que narran esos acontecimientos, y que son el fruto del trabajo de los historiadores (acepción 1 del Diccionario de la RAE).
La Historia (ciencia) basa su proceder en el método hipotético-deductivo, cuyos resultados no pueden constituir verdades absolutas ni inamovibles. Los historiadores son los que tienen la capacidad intelectual y el cometido de escribir la historia (relato histórico), los que tienen la obligación moral de debatir, discutir y consensuar -si fuera posible- sobre los hechos del pasado, pero siempre dejando la puerta abierta a nuevas posibles interpretaciones futuras.
El problema se agrava notablemente cuando el legislador interfiere de alguna forma en la labor de historiar. Evidentemente una ley no puede regular la «memoria», el recuerdo individual que cada persona tenga de un determinado proceso histórico, ni tampoco puede dictar cómo los historiadores deben llevar a cabo su trabajo, pero sí puede, en cambio, condicionar y coaccionar sutilmente al investigador. Y esto es lo que sucede con la actual LMH, cuyo torcido espíritu la convierte en una suerte de damnatio memoriae [5] que, decretada por el poder político y defendida por el poder mediático, es puesta en práctica por un tropel de inquisidores apostólicos encargados de hostigar a los nuevos «herejes».
Sin embargo, esta ley no tendría sentido ni posibilidad alguna de prosperar, si antes no se hubiese abonado durante cuarenta años el campo donde iba a ser sembrada. En este tiempo, la izquierda española ha conseguido, gracias a la inestimable pasividad de una alelada derecha patria, imponer social y mediáticamente una interpretación de la Guerra Civil totalmente alejada de la realidad histórica. Cuenta el siniestro mito que la II República fue un régimen casi ideal, cuyas únicas interferencias provenían de la maligna derecha española: la oligarquía, los terratenientes, la Iglesia y el Ejército, que se negaban a perder los privilegios mantenidos por siglos gracias al sometimiento del pueblo trabajador. No hubo motivo alguno para la sublevación de julio de 1936. Los que se unieron al levantamiento fueron unos golpistas ávidos de poder que se rebelaron contra un régimen exquisitamente democrático y totalmente legítimo. Pero los malos consiguieron ganar la guerra gracias al apoyo económico y militar que recibieron de las potencias «facistas». Desde entonces y durante cuarenta años España vivió bajo una tenebrosa dictadura, donde el pueblo moría de hambre y los obreros y campesinos eran fusilados sólo por serlo. Hasta que, muerto el dictador, unos señores muy listos, todos ellos de izquierda y/o separatistas devolvieron la democracia a España, y España volvió al mundo. En este nuevo régimen la pureza democrática sólo corría por las venas de la izquierda, mientras que la derecha no pasaba de ser la heredera del franquismo.
Sería para troncharse de risa si no fuera porque esta misma fábula propagandística, aunque con mucho más boato y parafernalia, se ha convertido en el guion único de cientos de películas, documentales, reportajes, tesis y libros guerracivileros, y ha condicionado la política española hasta nuestros días. Porque, mientras las semillas de este engendro histórico iban germinando, página a página, fotograma a fotograma, cátedra a cátedra, la derecha, ensimismada en sus contabilidades y en sus cilicios (¿o en sus «naseiros» y sus «gürteles»?), no se daba cuenta de que la izquierda se estaba fabricando un arma del que iba a ser muy difícil despojarla: el supremacismo moral. Una vez lo sembrado dio fruto, y la fábula fue interiorizada por una parte de la sociedad, la izquierda pasó a disponer de un arma arrojadiza siempre presta para dejar claro a la acomplejada derecha quién manda aquí. Y desde entonces la derecha política española no ha hecho más que ir ideológicamente a rebufo de la izquierda, hasta el punto de que hoy el barco político hispano se ha escorado tanto a babor, que está a punto de zozobrar.
No es casualidad que la LMH no regule la búsqueda y apertura de las fosas comunes, que debería ser su noble función. Y es que esta ley es, en realidad, la culminación de esta operación de maniqueísmo sociológico, ideada para amordazar al enemigo parlamentario, a la vez que para blanquear las muchas miserias históricas propias.
Al regular legalmente el «discurso histórico» que se ha de transmitir a las nuevas generaciones y decretar que este o aquel personaje/periodo histórico fueron completamente nefastos, y que este o aquel otro personaje/periodo fueron absolutamente prodigiosos, la LMH puede entorpecer, y en algunos casos directamente imposibilitar, la existencia de un sano debate historiográfico, que es la base del avance del conocimiento histórico.
Como esta norma legal gira fundamentalmente en torno a un conflicto civil y una dictadura (1931-1975) que dividió España por la mitad desde el punto de vista social y político, está tronchando el proceso natural de convergencia («cierre de heridas») e imponiendo a las nuevas generaciones una visión totalmente maniquea de la historia («rojos» buenos, «azules» malos). En definitiva, la LMH manipula el poliedro de la historia, al hiperlegitimar algunas de sus caras y deslegitimar, censurar o incluso penar a otras. Dicho de otra manera, el investigador cuyos trabajos lleguen a conclusiones contrarias a las establecidas por ley, podría enfrentarse a querellas que le acusaran de «exaltación del franquismo», «ofensa y humillación a las víctimas» o de ser un apologista del «mal absoluto». Por el contrario, aquellos investigadores que ideológicamente se identifiquen con la «versión oficial de la historia», aprovechando que el viento sopla a su favor, es muy probable que desarrollen actitudes de supremacismo intelectual y cierto menosprecio hacia sus colegas críticos.
En definitiva, la LMH viene a contribuir y agrandar lo que tradicionalmente se ha dado en llamar «mitos historiográficos», versiones románticas de la Historia de España, que, a base de ser repetidas y publicitadas por periodistas, literatos y otros juntaletras, han enraizado tan profundamente en las creencias populares, que hoy la mayor parte de nuestros compatriotas las tienen por verdades incuestionables. Será en la tercera y última parte de este trabajo cuando cite algunos de sus ejemplos más manidos.
NOTA IMPORTANTE: este artículo fue publicado originalmente en esta misma web en septiembre de 2012. Ahora he querido desarrollar sensiblemente más mi reflexión, matizando algunas ideas y agregando otras. He corregido algunos errores de sintaxis y de estilo, alguna falta de ortografía, y modificado las imágenes viejas y añadido otras nuevas, con sus respectivos pies de foto y la fuente de donde proceden.
Esta norma constituye un ejemplo cuasi perfecto de lo que es una sofisticada damnatio memoriae posmoderna, pues, yendo mucho más allá de la razonabilisima y justa búsqueda y exhumación de fosas comunes pertenecientes a la Guerra Civil Española (1936-1939), tras la excusa de hacer «justicia histórica» (sic) con las víctimas de nuestro pasado reciente, a través de ella ciertos colectivos ideológicamente muy sesgados, amparados por una parte del poder político, judicial y mediático (y la pasividad del resto), buscan establecerse como hacedores monopolísticos de cierto pasado colectivo, desvirtuando, olvidando o dificultando que se conozcan todos aquellos hechos que les son molestos por ser contraproducentes para sus objetivos políticos, y condenando mediática, intelectual o judicialmente (tanto da) a quienes de él discrepen [2].
Hoy el debate sobre «memorias colectivas e históricas», que en otros países ya se ha añejado, en España es víctima -una más- del rodillo del «pensamiento único». A este respecto me siento cercano a esa minoría que niega la posibilidad de la existencia de una «memoria histórica» (no confundir con un «conocimiento histórico») sobre un hecho cualesquiera, partiendo de la evidencia prístina de que «memoria» e «historia» son conceptos antitéticos. Así, si la memoria es el conjunto de recuerdos personales de un individuo, la historia es el conocimiento (conjunto de relatos) que los historiadores generan sobre los hechos del pasado humano a partir de la información conservada en las fuentes.
A continuación lo razono con más detalle.
LA MEMORIA.
Borrado del disco duro. |
Que la memoria sea una capacidad individual e intrasferible implica que la llamada «memoria histórica» no puede ser jamás una forma de memoria común a toda la población, puesto que no existen las mentes colectivas y porque, pese a quien pese, la mente es una etérea realidad que, a diferencia de todo lo material, no puede ser colectivizada. ¿O acaso algunos pretenden lo contrario?
Mientras no se desarrolle una versión mejorada del proyecto MK Ultra, una de las más eficaces formas de «colectivización mental» que han ideado los Estados modernos se basa en el condicionamiento emocional indirecto y negativo de la población (autocensura); es decir, no por medio de la imposición directa de una determinada idea (pues puede producirse un «efecto rebote»), sino a través de la denigración de la idea contraria. Para ello se recurre a la coacción, que puede ser penal y/o emocional. Coacción penal, cuando la manifestación de una idea, tesis, pensamiento o creencia puede desatar acciones jurídicas y, en última instancia, acarrear al individuo una sanción civil o penal; y coacción emocional, cuando la manifestación de esta idea, tesis, pensamiento o creencia trae consigo el desprecio o rechazo irracional de una parte de la sociedad. Ante esta situación el individuo tiende a evitar tener o manifestar públicamente esas ideas, tesis, pensamientos o creencias; en definitiva, se autocensura, por muy convencido que esté de ellas, para ahorrarse así disputas legales y/o sociales.
Como bien indica la psicología cognitiva, la «memoria histórica» de un individuo no puede ir jamás más allá de su experiencia vital; es decir, del periodo de la historia que le ha tocado vivir. Los recuerdos que conforman esta «memoria histórica personal» son completamente subjetivos, lo que no quiere decir que sean falsos en sí, pero tampoco que sean plenamente verdaderos. Dos o más individuos pueden coincidir en su «memoria» sobre un determinado acontecimiento histórico o periodo de tiempo vivido, pero igualmente pueden diferir de la «memoria» que sobre el mismo tengan terceras personas. ¡¡Cómo es posible que en un «sistema democrático» se pretenda homogeneizar el recuerdo, la «memoria» de toda la población!!
Ahora bien, que no sea acertado hablar de «memorias históricas colectivas» no impide que los pueblos sí tengan (y deban tener para seguir siéndolo) algo parecido a una «conciencia común», a un «conocimiento colectivo» o una «imagen popular» sobre su propia historia más o menos pretérita. A lo largo de la historia esta «conciencia colectiva» era generada por transmisión cultural de forma bastante natural y aséptica (y superficial), siendo el tiempo el encargado de erosionar las divergencias, lógicas sobre todo en lo relativo a discordias civiles, de las que nuestra historia es fecunda. Desde el siglo XIX, en cambio, con la implantación de una educación básica obligatoria, este proceso natural se vio reforzado por la creación por parte del Estado de leyes educativas y planes de estudio que regulaban el aprendizaje, lo cual ayudaba a reafirmar o encauzar ese «conocimiento histórico común». Pero, sin embargo, hay que tener en cuenta que si una buena ley y unos buenos gobernantes pueden ayudar a afianzar los lazos históricos entre las gentes de un país, una mala ley o un mal uso de ella también puede hacer trizas este conocimiento, y con ello zapar la propia «conciencia nacional» de un pueblo.
LA HISTORIA.
La percepción que un individuo tenga sobre los acontecimientos históricos sucedidos antes de su propia existencia no forma parte de su «memoria», puesto que no los ha vivido, sino de su conocimiento, el cual es adquirido a través del aprendizaje. El «conocimiento histórico» es transmitido por diferentes cauces: por un lado, la citada transmisión educativa, tanto la recibida en la escuela de forma reglada, como la de tipo autodidáctico; por otro lado, la transmisión familiar, social y mediática. En un mundo como el actual, saturado de información y de medios de comunicación, esta última es sin duda la más importante de todas (por omnipresente y accesible), pero, a su vez, también es la menos fiable (por poco rigurosa y superflua). Cuestión aparte es que ese conocimiento aprendido sea verdadero o falso, de forma parcial o completa.
El término «historia» tiene diferentes acepciones [3]. Las que aquí más nos importan son tres:
- La Historia como ciencia encargada de investigar sobre los acontecimientos de la vida del ser humano, así como a las sociedades creadas por éste a lo largo del tiempo (equivaldría a la acepción 2 del Diccionario de la RAE).
- La historia como sucesión de acontecimientos acaecidos a lo largo de un periodo de tiempo y que pueden atañer a toda la humanidad o a una parte de ella (acepciones 4 y 5 del Diccionario de la RAE).
- La historia como el conjunto de relatos que narran esos acontecimientos, y que son el fruto del trabajo de los historiadores (acepción 1 del Diccionario de la RAE).
La Historia (ciencia) basa su proceder en el método hipotético-deductivo, cuyos resultados no pueden constituir verdades absolutas ni inamovibles. Los historiadores son los que tienen la capacidad intelectual y el cometido de escribir la historia (relato histórico), los que tienen la obligación moral de debatir, discutir y consensuar -si fuera posible- sobre los hechos del pasado, pero siempre dejando la puerta abierta a nuevas posibles interpretaciones futuras.
La historia (sucesión de acontecimientos) es la que de manera natural ha formado pueblos, culturas y civilizaciones; es la historia la que define
nuestra/s lengua/s, nuestros hábitos y costumbres, nuestras tradiciones,
nuestro modo de vida, nuestra cosmovisión del mundo, nuestra espiritualidad,
nuestra idiosincrasia,... en definitiva, nuestra identidad, porosa y dinámica, pero real y única en un bello mundo plural.
Por eso, que los colectivos humanos mantengan una «conciencia de un pasado común» importuna por igual a las dos grandes escuelas de la filosofía materialista, tanto a los ultras del individualismo, que niegan que los individuos puedan tener intereses y derechos más allá de los particulares; como a los fanáticos del igualitarismo, que niegan las diferencias entre individuos y colectivos. Pero, si se le hurta a la Historia (ciencia y relato) esta importante función sociopedagógica, si la historia (conjunto de acontecimientos) y la «conciencia de un pasado común» han de borrarse de la mente y espíritu de los individuos y pueblos porque son un (supuesto) estorbo para la paz mundial y la armonía cósmica, si el pasado y las raíces no importan, si la cultura es algo prescindible y difuso, si las razas y etnias no existen, si la religión es sólo una superstición que debe permanecer exclusivamente en el ámbito privado, entonces el ser humano –deshumanizado- queda reducido a pura química, un ente laxo y exánime, a un mero y obligado contribuyente, a un ocasional votante, a un compulsivo consumidor, y sobre todo a atomizada e indefensa mano de obra.
MEMORIAS, HISTORIA Y LEY.
Por eso, que los colectivos humanos mantengan una «conciencia de un pasado común» importuna por igual a las dos grandes escuelas de la filosofía materialista, tanto a los ultras del individualismo, que niegan que los individuos puedan tener intereses y derechos más allá de los particulares; como a los fanáticos del igualitarismo, que niegan las diferencias entre individuos y colectivos. Pero, si se le hurta a la Historia (ciencia y relato) esta importante función sociopedagógica, si la historia (conjunto de acontecimientos) y la «conciencia de un pasado común» han de borrarse de la mente y espíritu de los individuos y pueblos porque son un (supuesto) estorbo para la paz mundial y la armonía cósmica, si el pasado y las raíces no importan, si la cultura es algo prescindible y difuso, si las razas y etnias no existen, si la religión es sólo una superstición que debe permanecer exclusivamente en el ámbito privado, entonces el ser humano –deshumanizado- queda reducido a pura química, un ente laxo y exánime, a un mero y obligado contribuyente, a un ocasional votante, a un compulsivo consumidor, y sobre todo a atomizada e indefensa mano de obra.
MEMORIAS, HISTORIA Y LEY.
Aunque, como acabo de explicar, «historia» y «memoria» son realidades notoriamente distintas, es incuestionable que la historia
(relato) es, al menos en parte, un producto de la memoria. Así, frecuentemente los historiadores
recurrimos a los recuerdos subjetivos de ciertos
individuos para reconstruir la historia (relato) de una época. Por ejemplo, cuando Tácito elaboró sus Historias lo hizo en base a su propio recuerdo sobre los hechos que
le fueron contemporáneos, pero para escribir sus Anales tuvo que consultar las fuentes anteriores a él, tuvo que
recurrir -entre otras cosas- a las memorias de otros que le precedieron en el tiempo.
La historia (relato) es una construcción poliédrica en la que todas las caras reflejan una parte -grande o pequeña- de verdad,
pero éstas no son una Verdad absoluta en sí mismas; es
decir, lo que una persona recuerde y cuente sobre un hecho, periodo o personaje
que haya conocido puede y debe de ser recordado y utilizado, junto a otras memorias –y otras
fuentes-, para reconstruir el relato histórico, que es algo superior, complejo,
polifacético y científico. Pero esa reconstrucción -esa historización- necesita de las
memorias de TODOS, no sólo de un sector determinado de los recordantes.
Por otro lado, es obligación de todo historiador confirmar los datos aportados por una determinada fuente a través de los ofrecidos por otros vestigios alternativos. Así, cuanto más variadas y mayor número de fuentes rememoren un mismo hecho, más fiable se entiende que es la narración y nuestro conocimiento se considera más científico. Sin embargo, los historiadores frecuentemente nos enfrentamos a un grave problema, pues las fuentes de información que poseemos para el estudio de algunos periodos y personajes históricos son muy escasas, únicas o simplemente no existen.
Por eso es una auténtica perversión intelectual –un «historicidio»- que, para los periodos históricos de los que disponemos de multitud y variedad de fuentes, algunos historiadores se atrevan a despreciar algunas de ellas con excusas pobres y sectarias (véase, por ejemplo, el menosprecio total de algunos hacia la Causa General, fuente discutible, pero esencial para conocer la historia de la II República, la Guerra Civil y la posguerra). Y es que el mal historiador puede mentir en su labor, pero no sólo por activa, sino también por pasiva; no sólo es una mentira histórica la manipulación, la falsificación de fuentes o la invención de un relato histórico que contradiga las pruebas documentales, sino también la omisión de aquellos testimonios que no agradan al «historicida». Un ejemplo de ello es una práctica muy de moda actualmente a la hora de escribir sobre nuestra historia más fresca: el recurrir a las fuentes orales (memorias individuales) como información casi exclusiva para la reconstrucción de hechos históricos recientes [4], despreciando otro tipo de fuentes, a las que se cataloga alegremente de imparciales (¡como si las memorias no lo fueran!), o incluso aun peor, obviando las memorias de colectivos enteros de individuos que han vivido la misma época desde otro punto de vista. Vamos, que escribir una historia de la Guerra Civil española sólo a partir de los testimonios de individuos del bando republicano, no es hacer Historia, es otra cosa muy distinta.
Patrimonio víctima de la LMH. |
Por otro lado, es obligación de todo historiador confirmar los datos aportados por una determinada fuente a través de los ofrecidos por otros vestigios alternativos. Así, cuanto más variadas y mayor número de fuentes rememoren un mismo hecho, más fiable se entiende que es la narración y nuestro conocimiento se considera más científico. Sin embargo, los historiadores frecuentemente nos enfrentamos a un grave problema, pues las fuentes de información que poseemos para el estudio de algunos periodos y personajes históricos son muy escasas, únicas o simplemente no existen.
Por eso es una auténtica perversión intelectual –un «historicidio»- que, para los periodos históricos de los que disponemos de multitud y variedad de fuentes, algunos historiadores se atrevan a despreciar algunas de ellas con excusas pobres y sectarias (véase, por ejemplo, el menosprecio total de algunos hacia la Causa General, fuente discutible, pero esencial para conocer la historia de la II República, la Guerra Civil y la posguerra). Y es que el mal historiador puede mentir en su labor, pero no sólo por activa, sino también por pasiva; no sólo es una mentira histórica la manipulación, la falsificación de fuentes o la invención de un relato histórico que contradiga las pruebas documentales, sino también la omisión de aquellos testimonios que no agradan al «historicida». Un ejemplo de ello es una práctica muy de moda actualmente a la hora de escribir sobre nuestra historia más fresca: el recurrir a las fuentes orales (memorias individuales) como información casi exclusiva para la reconstrucción de hechos históricos recientes [4], despreciando otro tipo de fuentes, a las que se cataloga alegremente de imparciales (¡como si las memorias no lo fueran!), o incluso aun peor, obviando las memorias de colectivos enteros de individuos que han vivido la misma época desde otro punto de vista. Vamos, que escribir una historia de la Guerra Civil española sólo a partir de los testimonios de individuos del bando republicano, no es hacer Historia, es otra cosa muy distinta.
Sin embargo, esta ley no tendría sentido ni posibilidad alguna de prosperar, si antes no se hubiese abonado durante cuarenta años el campo donde iba a ser sembrada. En este tiempo, la izquierda española ha conseguido, gracias a la inestimable pasividad de una alelada derecha patria, imponer social y mediáticamente una interpretación de la Guerra Civil totalmente alejada de la realidad histórica. Cuenta el siniestro mito que la II República fue un régimen casi ideal, cuyas únicas interferencias provenían de la maligna derecha española: la oligarquía, los terratenientes, la Iglesia y el Ejército, que se negaban a perder los privilegios mantenidos por siglos gracias al sometimiento del pueblo trabajador. No hubo motivo alguno para la sublevación de julio de 1936. Los que se unieron al levantamiento fueron unos golpistas ávidos de poder que se rebelaron contra un régimen exquisitamente democrático y totalmente legítimo. Pero los malos consiguieron ganar la guerra gracias al apoyo económico y militar que recibieron de las potencias «facistas». Desde entonces y durante cuarenta años España vivió bajo una tenebrosa dictadura, donde el pueblo moría de hambre y los obreros y campesinos eran fusilados sólo por serlo. Hasta que, muerto el dictador, unos señores muy listos, todos ellos de izquierda y/o separatistas devolvieron la democracia a España, y España volvió al mundo. En este nuevo régimen la pureza democrática sólo corría por las venas de la izquierda, mientras que la derecha no pasaba de ser la heredera del franquismo.
Sería para troncharse de risa si no fuera porque esta misma fábula propagandística, aunque con mucho más boato y parafernalia, se ha convertido en el guion único de cientos de películas, documentales, reportajes, tesis y libros guerracivileros, y ha condicionado la política española hasta nuestros días. Porque, mientras las semillas de este engendro histórico iban germinando, página a página, fotograma a fotograma, cátedra a cátedra, la derecha, ensimismada en sus contabilidades y en sus cilicios (¿o en sus «naseiros» y sus «gürteles»?), no se daba cuenta de que la izquierda se estaba fabricando un arma del que iba a ser muy difícil despojarla: el supremacismo moral. Una vez lo sembrado dio fruto, y la fábula fue interiorizada por una parte de la sociedad, la izquierda pasó a disponer de un arma arrojadiza siempre presta para dejar claro a la acomplejada derecha quién manda aquí. Y desde entonces la derecha política española no ha hecho más que ir ideológicamente a rebufo de la izquierda, hasta el punto de que hoy el barco político hispano se ha escorado tanto a babor, que está a punto de zozobrar.
No es casualidad que la LMH no regule la búsqueda y apertura de las fosas comunes, que debería ser su noble función. Y es que esta ley es, en realidad, la culminación de esta operación de maniqueísmo sociológico, ideada para amordazar al enemigo parlamentario, a la vez que para blanquear las muchas miserias históricas propias.
Al regular legalmente el «discurso histórico» que se ha de transmitir a las nuevas generaciones y decretar que este o aquel personaje/periodo histórico fueron completamente nefastos, y que este o aquel otro personaje/periodo fueron absolutamente prodigiosos, la LMH puede entorpecer, y en algunos casos directamente imposibilitar, la existencia de un sano debate historiográfico, que es la base del avance del conocimiento histórico.
Como esta norma legal gira fundamentalmente en torno a un conflicto civil y una dictadura (1931-1975) que dividió España por la mitad desde el punto de vista social y político, está tronchando el proceso natural de convergencia («cierre de heridas») e imponiendo a las nuevas generaciones una visión totalmente maniquea de la historia («rojos» buenos, «azules» malos). En definitiva, la LMH manipula el poliedro de la historia, al hiperlegitimar algunas de sus caras y deslegitimar, censurar o incluso penar a otras. Dicho de otra manera, el investigador cuyos trabajos lleguen a conclusiones contrarias a las establecidas por ley, podría enfrentarse a querellas que le acusaran de «exaltación del franquismo», «ofensa y humillación a las víctimas» o de ser un apologista del «mal absoluto». Por el contrario, aquellos investigadores que ideológicamente se identifiquen con la «versión oficial de la historia», aprovechando que el viento sopla a su favor, es muy probable que desarrollen actitudes de supremacismo intelectual y cierto menosprecio hacia sus colegas críticos.
En definitiva, la LMH viene a contribuir y agrandar lo que tradicionalmente se ha dado en llamar «mitos historiográficos», versiones románticas de la Historia de España, que, a base de ser repetidas y publicitadas por periodistas, literatos y otros juntaletras, han enraizado tan profundamente en las creencias populares, que hoy la mayor parte de nuestros compatriotas las tienen por verdades incuestionables. Será en la tercera y última parte de este trabajo cuando cite algunos de sus ejemplos más manidos.
NOTA IMPORTANTE: este artículo fue publicado originalmente en esta misma web en septiembre de 2012. Ahora he querido desarrollar sensiblemente más mi reflexión, matizando algunas ideas y agregando otras. He corregido algunos errores de sintaxis y de estilo, alguna falta de ortografía, y modificado las imágenes viejas y añadido otras nuevas, con sus respectivos pies de foto y la fuente de donde proceden.
[1] BOE 310, de 27
de Diciembre de 2007 (http://www.boe.es/boe/dias/2007/12/27/pdfs/A53410-53416.pdf).
[2] http://www.tercerainformacion.es/3i/article2756.html
[3] http://dle.rae.es/?id=KWv1mdi
[4] Véase, por ejemplo: http://elpais.com/diario/2006/06/16/cine/1150408809_850215.html
[3] http://dle.rae.es/?id=KWv1mdi
[4] Véase, por ejemplo: http://elpais.com/diario/2006/06/16/cine/1150408809_850215.html
Extraordinaria y clarisima reflexion.
ResponderEliminarPor favor siga publicando.
Muchas gracias. Continúe leyéndome.
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