domingo, 2 de octubre de 2011

AGOGÉ, LA EDUCACIÓN ESPARTANA (I)



No soplan buenos vientos para la educación. Lo que debería ser un barco en el que todos los tripulantes remáramos en una misma dirección a fin de llegar a buen puerto, se ha convertido en las últimas décadas en un despropósito pedagógico y social que siempre parece a punto de zozobrar [1]. Por un lado, estamos patroneados por un capitán botarate (políticos) que juega con el timón como quien gira una ruleta de casino a ver si -esta vez sí- la suerte le sonríe y por fin rola o refresca; un capitán empeñado en abrir nuevas vías de agua en el casco con ocurrencias tan grandilocuentes como ineficaces [2] y que, ahíto de ron, ha llegado a concluir que con menos velamen y marinería [3] su barco singlará mejor los embravecidos siete mares. Por otro lado, entre la atolondrada tripulación, los buenos marinos vocacionales se ven obligados a compartir faenas y camarotes con galeotes enrolados a la fuerza, con náufragos rescatados de otras embarcaciones con banderas patrias y forasteras, y hasta con polizones provenientes de todo el Ecúmene que, de no ser primos del contramaestre, por sí mismos jamás habrían pasado de grumetes en un barco pirata de tercera. Además, en esta tripulación los hay –los más fuertes (medios de comunicación)- que reman hacia el ocaso, mientras que otros -los más débiles (algunos padres y profesores)- lo hacen hacia Levante al tiempo que achican agua como mejor pueden. Pero es que incluso hay algunos (muchos padres y alumnos, y no pocos profesores) que, pese que se juegan su futuro y el de su país, pasan olímpicamente de tocar un remo y además no dejan de quejarse porque el salitre que les salpica a los ojos les impide mirar indolentes al horizonte infinito.


Decía Emmanuel Kant que “el hombre no es más que lo que la educación hace de él” [4]. Y como de momento, y a pesar del individualismo y hedonismo rampante que lo corroe, el humano sigue siendo un ser fundamentalmente social, podemos afirmar que como colectivo también somos lo que la educación hace de nosotros. O dicho de otra manera: un pueblo también es reflejo de lo que es su educación.

Una prueba de ello es la situación actual de España. Un país que reforma su sistema educativo siete veces en treinta años [5] es un país que no sabe lo que quiere de sí mismo, un país que ha perdido el rumbo y que, a la deriva, va dando palos de ciego a  babor y a estribor mientras se acerca cada vez más irremediablemente al abismo [6]. Igualmente, un Estado que renuncia a educar a las nuevas generaciones de connacionales en valores como la lealtad, el altruismo, el honor, la valentía y el sacrificio, en el sentido de comunidad, disciplina y responsabilidad, así como en el conocimiento, respeto y amor por su pasado [7], convierte a su pueblo en un pueblo pasivo e irresponsable que más pronto que tarde quedará desarraigado (sin raíces), atomizado (dividido social y territorialmente) y consecuentemente expuesto a las apetencias de otros –internos y externos, reales e imaginarios, viejos y nuevos enemigos [8]- que sí conservan una conciencia de lo que son [9] o de lo que querrían ser [10]. Así mismo, un Estado que gasta una buena parte de sus recursos en la formación de miles de sus ciudadanos, pero luego les niega un futuro profesional, empujándoles a ganarse el pan al otro lado del limes [11], es un Estado que despilfarra sus limitados recursos económicos y humanos, un Estado que en definitiva se está suicidando.

Desde la Antigüedad a nuestros días existen otros muchos ejemplos más afables que demuestran la importancia que la educación tiene en la configuración de los modelos sociales y de las organizaciones políticas, así como en la creación, amparo y sostén de la conciencia colectiva y cívica de las comunidades humanas. Esta nueva serie de artículos se centra en el que entre todos ellos posiblemente sea el caso más paradigmático y extremo de un método pedagógico concebido para la perpetuación de una entidad política: el de la antigua Esparta, cuya fuerza como Estado radicaba en su singular sistema educativo, la llamada agogé (άγωγή), un régimen militar y aristocrático que controlaba la formación física e intelectual que recibían sus varones desde su mismo nacimiento y que durante décadas centraba sus esfuerzos en la creación de una elite de temibles ciudadanos-guerreros que servían a su vez de sustento de la propia estructura política y territorial heredada.

Con este trabajo no pretendo –ni mucho menos- defender que el antiguo modelo espartano sea el ejemplo educativo a seguir por la desnortada Europa del siglo XXI, aunque siempre se podría aprender algo de él. Los obsesos de la teoría pedagógica pueden estar tranquilos, su vigencia parece del todo inviable en un país en el que pasma sobremanera hasta qué punto se ha reblandecido el carácter de sus gentes, incluso entre aquellos que pretenden ser una elite deportiva [12], intelectual o militar [13]. La agogé, que puede traducirse por “conducción”, lo que me sirve es de ejemplo arquetípico para ilustrar al lector de la importancia trascendental que la educación tiene para nuestro futuro como personas libres y comunidades milenarias… a no ser que no nos importe dejar de ser ambas cosas.

LOS ORÍGENES DE ESPARTA [14].
Según Jenofonte [15] la Esparta antigua fue la mayor potencia helénica de su tiempo, a pesar de ser una polis (πόλις) escasamente poblada. Hoy la actual Esparta (Σπάρτη), cuyo número de habitantes no excede de las 20.000 personas, no pasa de ser una pequeña población provinciana sin apenas peso político y económico en la Grecia moderna [16]. Levantada de nueva planta sobre el enclave de su predecesora antigua, sin duda debe su actual existencia al mito que ya desde la Antigüedad se forjó y fue creciendo en torno a su Historia. De otro modo, de no ser por lo exótico de su sistema político y su ordenamiento social, así como por sus decisivos hecho de armas, que admiraron a antiguos y renacentistas y permitieron su mitificación, el rey Otón I de Grecia no habría tenido motivos –ni conocimientos- para ordenar su refundación en 1834, y Esparta sería hoy una más en la larga lista de poleis griegas enterradas por el tiempo. Sin embargo, su singular pero también controvertida Historia la convirtió en eterna, y el Nacionalismo romántico decimonónico la devolvió a la vida.

Situada en la región de Laconia, en el sureste de la Península del Peloponeso, al pie del macizo del Taigeto y a la ribera del río Eurotas (37°4′0″ N, 22°26′0″ E), la antigua Esparta tiene unos orígenes difusos. Estuvo situada en un entorno que durante siglos había sido de dominio micénico, sin embargo, la arqueología parece haber demostrado que la Esparta antigua fue una fundación doria, por lo tanto, posterior al derrumbe aqueo, acaecido hacia el año 1200 a.C.. Aún hoy la presencia doria en Grecia es motivo de un interesante debate historiográfico. En líneas generales los especialistas se dividen entre aquellos que opinan que la presencia doria se debe a una invasión masiva de estas gentes acaecida en un arco cronológico que abarca los siglos XIII-X a.C., los que creen que más bien se trató de una migración gradual de gentes grecoparlantes, en la que los dorios sólo habrían sido los últimos en llegar a la Península Helénica, y aquellos que afirman que los dorios ni invadieron ni emigraron, sino que siempre estuvieron allí, pues no eran sino los esclavos de los reyes micénicos y que, una vez demolido el poder de sus amos, pasaron a domeñar buena parte del territorio griego [17].

Como fuere, los dorios, cuya economía en origen se basaba sobre todo en el pastoreo trashumante, aparecen en Laconia en la segunda mitad del siglo X a.C., posiblemente provenientes de la Grecia Noroccidental. Desde entonces su economía empezó a ser complementada con el cultivo del olivo y de otros productos agrícolas. Consecuentemente tuvieron que sedentarizar su modo de vida, lo que les habría llevado a reocupar varios antiguos enclaves micénicos de la región y a crear otros nuevos asentamientos ex nihilo. A principios del siglo VIII por un proceso de sinecismo (συνοικισμóς) -fenómeno común a toda Grecia en la época- se produce la unión política de cuatro de estos pequeños enclaves dorios surgidos a orillas del río Eurotas: las aldeas de Pitana, Cinosura, Limnas y Mesoa. Más tarde a éstas se les unirá una quinta aldea: Amiclas, la cual sí pudiera haber tenido un pasado micénico. Juntas -las cinco- formarán Lacedemón (Λακεδαίμων), nuestra Esparta. La tardía incorporación de Amiclas al proceso de unificación política de las poblaciones de la zona, podría explicar que Esparta conservara durante siglos su propio y singular sistema diárquico (dos reyes); así uno de los monarcas procedería de la primera fase de unidad (rey de origen dorio), y el segundo sería el rey de Amiclas (de origen predórico).

En cambio, y a diferencia de los que sucede con otros conocidos casos, la arqueología ha demostrado que esta unión no trajo consigo la edificación de un nuevo centro urbano común que reemplazara a los fundadores y que concentrara a la mayor parte de la población, sino que prácticamente hasta época romana Esparta va a carecer de un ordenamiento urbanístico único y regular, permaneciendo con una morfología desordenada de aldeas dispersas en torno a una acrópolis central. Este hecho podría explicar de forma más racional el dato manido por las fuentes que asegura que la Ciudad-Estado espartana no necesitaba de un recinto amurallado [18] pues para defenderla bastaba el mítico valor de los soldados lacedemonios. La realidad es que, ante este desparrame edilicio, una muralla de tales dimensiones sería económicamente inviable y/o, llegado el caso, poco funcional, pues resultaría difícilmente defendible.

Desde finales del siglo IX, para dar solución a un conjunto de problemas socioeconómicos que son comunes a toda la Hélade (‘Eλαδε), causados sobre todo por la stenochoría (στενοχωρία) -o falta de tierras productivas- que impedía alimentar a una población que había ido creciendo de forma lenta pero constante desde el siglo precedente, muchas poleis griegas comenzaron una expansión colonial [19] que les llevó a la fundación de ciudades a lo largo de las costas del Mediterráneo y del Mar Negro. Sin embargo, éste es un proceso en el que el Estado espartano no participó de forma activa, pues su expansión no fue marítima (salvo el controvertido caso de la colonia bastarda de Tarento), sino que desde la segunda mitad del siglo VIII Esparta prefirió emprender la conquista terrestre de sus regiones vecinas (Mesenia, Argólide y Arcadia). Este proceso militar -y en menor medida también diplomático- fue acompañado de una colonización que se ha dado en llamar “de corta distancia”, y que trajo la fundación de nuevos asentamientos espartanos que tenían como principal función controlar los territorios recién sometidos así como salvaguardar las nuevas fronteras.

La creación de estas nuevas comunidades solía traer aparejada la expulsión, exterminio o sometimiento de la población autóctona. Curiosamente esta realidad iba a acabar configurando la estructura social espartana. Paradigma de este fenómeno expansivo fue la Primera Guerra Mesenia (735-716 a.C.), que condujo a la expulsión de una parte de la población local (que también era de origen dorio), mientras que otra parte de estos mesenios pasaban a formar parte de la población servil: los llamados hilotas (ελωτες). Éstos, que eran esclavos públicos, propiedad del Estado y constituían la fuerza bruta de trabajo para los lacedemonios, pronto pasaron a ser una mayoría demográfica. Por otro lado, otras gentes formaron el heterogéneo grupo de los periecos (περίοκος), que eran de origen tanto dorio (laconios y mesenios) como predórico, y que habitaban en la periferia en comunidades agrícolas y artesanas, actividades éstas prohibidas para los espartiatas [20] (ομοιοι). Los periecos eran ciudadanos de segunda categoría que, aunque contaban con sus propias instituciones locales, formaban parte y dependían política y militarmente del Estado espartano, a cuyo mantenimiento contribuían con sus propias unidades militares auxiliares y con otras obligaciones menores. Dentro de estas comunidades feudatarias periecas encontraríamos tanto a las nuevas fundaciones coloniales terrestres espartanas, como a aquellas viejas comunidades predóricas que se habrían sometido pacíficamente durante el proceso de conquista del Estado espartano.

El hecho de que durante siglos Esparta se mantuviera como una sociedad guerrera rodeada de una pléyade de “Estados cívicos”, o que continuase siendo una monarquía dual en un momento en que la democracia y la ciudad-república eran la forma de Estado más común entre las poleis griegas, ya fue un hecho que llamó la atención de los antiguos, especialmente en el periodo helenístico. Durante el siglo XIX una buena parte de la historiografía (en especial la escuela alemana) explicaba la naturaleza aristocrática y guerrera de la Esparta antigua como una consecuencia del origen dorio (=ario=germánico) de sus ciudadanos. Hoy este hecho es explicado de forma sensiblemente distinta; el singular carácter lacedemonio en buena medida se debería a que en Esparta se habían conservado mejor que en ningún otro lugar de Grecia algunos elementos propios de las llamadas sociedades homéricas arcaicas; la evolución de la sociedad laconia se habría visto ralentizada por su empeño de mantener inflexible la obra legislativa de Licurgo.

Mito o Historia, hay que tener en cuenta que la formación del Estado espartano es fruto de un dilatado proceso de evolución interna, el cual, sin embargo, es personalizado en las fuentes (clásicas y helenísticas) en una figura de dudosa historicidad y cronología: el mítico legislador Licurgo. Éste, padre y gran arquitecto del ordenamiento político espartano, tras viajar por diversas ciudades griegas, elaboró una novedosa normativa jurídica para su ciudad, la cual hoy conocemos con el nombre de la Gran Rhetra (Μεγάλη ήτρα), que es la constitución escrita griega más antigua conservamos.

Como ideólogo tal, a Licurgo también se le atribuye ser el creador del encuadramiento de la sociedad espartana en una milicia permanente, así como del sistema educativo que la nutría, la ya citada agogé. Este sistema constituía la matriz y pilar del Estado, garantía de su supervivencia y equilibrio interno, en torno al cual se sustentaban instituciones laconias como la krypteía (κρυπτεία), una milicia de elite formada por los más intrépidos de entre los bisoños espartiatas que, armados tan sólo con un puñal y con la comida indispensable para una jornada, hacían redadas nocturnas contra los hilotas, a fin de sofocar potenciales actitudes levantiscas contra sus amos. Aunque la tradición antigua sitúa a Licurgo en el siglo IX a.C., sin embargo, para esta fecha Grecia aún no había recuperado la escritura, y el propio contenido de las leyes y los escritos del poeta espartano Tirteo, nos hacen pensar que una Constitución de ese tipo no pudo ser establecida antes del siglo VII a.C..

La Historia de la educación en la Grecia antigua es un claro reflejo de la evolución sociopolítica que vivió el mundo heleno a lo largo del I Milenio a.C., lo que se suele considerar como “la transición de una cultura de nobles guerreros a una cultura de escribas”. A diferencia de otros aspectos de la cultura griega, la educación, que nace en época arcaica con Homero, lo hace libre de influencias minoicas y micénicas. Los historiadores de la educación suelen ver en el modelo educativo espartano la perpetuación de la educación homérica, una educación caballeresca propia de estados militares y aristocráticos. No obstante, éste es uno de los más valiosos tesoros que nos ha legado Esparta, pues a través de su estudio podemos -aunque sea sólo- intuir cuáles eran los rasgos generales característicos de la educación griega en época arcaica, de la cual apenas tenemos conocimientos directos.

Ésta educación homérica primigenia estaría imbuida por un espíritu guerrero, lo que quedaría evidenciado por la importancia casi exclusiva que en esta primera época recibía la educación física y el deporte. Pero a la enseñanza de las técnicas de combate, a la preparación física, a la oratoria y a las artes musicales -y por encima de ellas- a los educandos había que inculcarles siempre -cual materia transversal- un ideal de comportamiento humano superior, la llamada areté (αρετή), una moral de honor que frecuentemente se ha definido como “ética homérica”. Es por esto que la Iliada y la Odisea, obras atribuidas a Homero, de las que brota una atmósfera de actos heroicos y de amor a la gloria, encarnados sobre todo en la figura de Aquiles, fueron mantenidas como textos básicos en la educación arcaica, y su ideal obsesionó a los griegos durante muchos siglos, llegando a formar la base de toda la pedagogía clásica. Sin embargo, la educación espartana, a diferencia del ideal homérico basado en la búsqueda de la gloria personal, estaba enfocado a alcanzar la gloria colectiva.

Y es que no existió en la Antigüedad una educación más distinguida y marcial que la educación espartana; a diferencia de la educación individual, voluntaria y privada existente en otras ciudades griegas, la espartana era una educación colectiva, obligatoria y estatal, que permitió que sus ciudadanos formaran el único ejército profesional de toda Grecia. La espartana es una historia repleta de valerosos actos heroicos, una historia que nos muestra una sociedad absolutamente condicionada por las ansias de honor y de gloria, al menos ésta sería la descripción que de ella nos hacen las fuentes... las mitificadoras fuentes antiguas. Sin embargo, paradojas de la Historia, y pese a lo que nos dicen unos textos fundamentalmente filoatenienses, Esparta no fue ese Estado “xenófobo” y archiconservador, arquetipo del inmovilismo político y desdeñoso del progreso, cuyo desarrollo giraba en torno a la represión de los hilotas (hilotismo); Esparta no fue ese Estado semiiletrado orgulloso de sí mismo y obsesionado exclusivamente con mantener sus tradiciones y leyes tal cual las había dictado Licurgo, sino que hubo un tiempo en que Esparta, además de una potencia política y militar, fue la luz de Grecia, la vanguardia cultural que atraía a los pensadores, literatos y artistas más importantes de todo el Egeo [21].

[...]


[4] KANT: Pedagogía (1803). Traducción castellana en Akal, 1983.
[6] Et: del latín ‘abyssus’ (profundidad, infierno); a su vez, del griego ‘abissos’ (sin fondo), y finalmente, del sumerio ‘Abzu’: aguas primordiales del subsuelo y el dios que allí habita.
[14] Sigo aquí la bibliografía citada al final de esta serie de artículos.
[15] JENOFONTE: Constitución de Esparta I,1. Cátedra, 2009.
[17] Por ejemplo pueden verse estos interesantes artículos sobre los dorios y el origen de los griegos: CHADWICK, J: “Who were the dorians?” en La parola del passato 31 (1976); DREWS, E: “The coming of the greeks”. Oxford (1988); HOOKER: “The coming of the greeks III” en Minos 24 (1989).
[18] CEPEDA RUÍZ, Jesús D.: “La ciudad sin muros: Esparta durante los periodos arcaico y clásico” en Espacio y tiempo en la percepción de la Antigüedad Tardía, 939-951 (2006).
[19] Véase por ejemplo BOARDMANN, John: Los griegos en ultramar. Alianza, 1999; DOMÍNGUEZ MONEDERO, Adolfo: La polis y la expansión colonial griega. Siglos VIII-VI. Síntesis, 1999; FOX, Robin L.: Héroes viajeros: los griegos y sus mitos. Crítica, 2009.
[20] Con este término la historiografía moderna define a los ciudadanos espartanos de pleno derecho, en contraposición a periecos e hilotas.
[21] PLUTARCO: Vida de Licurgo20.

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